top of page

El fuego siempre trae recuerdos a la mente perturbada de Tyrathan Khort. El fuego ha sido el precursor de la vida, el motor de las civilizaciones y el poderoso destructor de imperios enteros. Todo lo que perturba el poder se consume con fuego. Todo aquello que perdura, lo que es hermoso y merece perseguir la vida, es consumido por fuego. Sus pupilas impávidas del calor de la aceituna siempre se pierden en la inmensidad del calor que abrasa sus rasgos adultos, las chispas que repican en la madera zarandeando vagos mechones de plata de sus cabellos al son del cantar del viento. Ha de ser el único de los humanos que no soporta la calidez de las llamas, que abrasan tierras fértiles y mutilan animales inocentes. Una pobre mente perturbada que se pierde en los abismos que el fuego prende en su interior, calcinando imágenes que apenas se suceden en los anales de su memoria ahora como vagos fantasmas que únicamente despedazan de noche su carne para ahogar sus gritos en el infierno. A veces son imágenes nítidas, otras no tanto. A veces cree poder tocar rostros al hundir los dedos en el fuego, únicamente llevándose un doloroso recuerdo con ello. Otras, apenas siente el eco de esas voces repitiéndose en su cabeza como una marioneta desdichada por la vileza. Angostaba su cuerpo junto a la hoguera, pero la gelidez de su cuerpo no abandonaba su carne. Su vida estaba marcada por infinidad de desdichas. algunas dolían más que otras, que apenas las sentía hacer mella. Pero otras, otras dejaban horrorosas cicatrices, otras marchitaban un alma que se dejaba abrazar por el putrefacto aliento de la muerte. Hace tiempo que dejó de creer en la Luz. Porque en su corazón, ya no había cabida para la esperanza. Ya no. 

​

 ¿Dónde ehtán? 

​

Una ronca voz se abría paso entre la penumbra de los infinitos pasillos 

​

​

del monasterio Shandopan, magullada por las heridas que aún no  tenían apetencia de sanar. Una figura conocida para la actual mente del loco, vestida con una holgada túnica típica de las monjas del monasterio, se volteó con una extraña mueca de sus resecos labios. Era como verse en un espejo. En uno retorcido y deformado por la inmundicia. 

​

— ¿Por qué me lo preguntas a mí? 

​

El trol pareció gruñir de muy mala gana, mostrándose impasible en lo que parecía su búsqueda infinita por sus amadas cuchillas.

​

—Sé que has sido tú. 

​

La impermutable figura del sin nombre pareció girarse pesadamente, encogiéndose de hombros. Mas una curiosa sonrisa de satisfacción crecía en su interior. 

​

— No sé de qué me estás hablando.

​

Vete a la mie'da

​

​

Escuece en su alma como un hierro al rojo vivo el dibujo de aquella triunfante carcajada retumbando en sus tímpanos, cuando conseguía encontrar sus amados objetos perdidos. Lo recuerda. Recuerda también el delicioso sabor de felicidad que le hacía paladear ver su brillante sonrisa emocionada por sentirse tan astuto como ninguno. Entonces ya ni se encogía por el dolor de aquella fatal herida en el vientre. Una profunda y tañida de amargura mueca recrea en sus labios lo que una vez podría haber sido perfectamente una sonrisa.

​

 

Uno de los leños que prende frente a unas marmóleas manos llenas de callos y rasguños parece incómodo entre las acículas secas de pino y los restos de leña que aún luchan para no convertirse en cenizas. Pero nadie puede escapar de su destino. Aunque eso él lo había hecho ya varias veces. Todo por su culpa. Sirius, el gran huargo de grisáceo pelaje y cicatriz coronando su ojo derecho, con una mirada del mismo color que la de su dueño, pareció alarmarse ante aquel sordo sonido que, rápidamente, volvió a ignorar, para así hacerse nuevamente un ovillo junto al fuego para descansar plácidamente en tiempos tan belicosos. Estúpido cretino. Emmarel Velasombra, no muy lejos de allí, apoyada contra uno de los puestos vigía del Refugio Alblanco, observaba compasiva la lamentable figura del espectro de lo que una vez fue un hombre, consumirse en su propio tormento. Quizá debería decirle algo. 

​

— No te escuchará. Ya lo sabes. 

​

— Haluron. —Suspiró la kal'dorei, con pesar en su mirada.

​

— Es inútil intentar hacerle entrar en razón. Él ya ha tomado una decisión.

​

Una decisión. Todos tenemos que tomar decisiones en los momentos más críticos. ¿Y cuál fue la que elegiste tú, cabeza de chorlito? Una breve pero concisa ráfaga de viento atrae el calor de las llamas a su rostro, donde las mismas se proyectan como retazos de su pasado. Aún puede verlo. 

​

¿Quién era esa?

​

Preguntó lleno de molestia el cazador, que a pesar de estar maniatado por gruesas cadenas, parecía aún tener plenas capacidades para sentir una terrible molestia por aquella mujer trol que tan melosa estaba tratando al enorme Lanza Negra.

​

​

Al mismo Vol'jin pareció hacerle gracia tan inesperada pregunta ante las puertas de lo que podría ser su muerte, negando repetidas veces con la cabeza, mientras intentaba soltar sus manos de la presa de los gruesos grilletes de oro que adornaban ahora sus muñecas. [...]

​

— Eh'pero que algún día pueda' volver a Kul'tiras. Y que la brisa sople tan fue'te que arrahtre tu' ceniza' muy lejos de aquí, a los montes de tu hogar. 

 

Por un momento la mirada del líder de los Lanza Negra se perdió en la inmensidad de la noche, preso en aquella jaula donde había sido capturado por haber intentado salvar a un mero humano de las garras de la muerte. Todo por él. Algo en el semblande de Vol'jin cambió. Algo que le carcomía por dentro, algo que le hacía fruncir suavemente el ceño y le hacía desviar levemente la mirada de aquel mísero humano que parecía mirarle fijamente ahora que había captado toda su atención.

​

— Tyrathan Khort, yo... 

​

— No.

​

El trol pareció parpadear ante tal manera de mandarle callar, reclinándose rápidamente hacia el de cabellos plateados.

​

— No te despidas de mí. Hacerlo sería aceptar que este es nuestro fin.

​

​

Y le salvó. Aquel al que perjuró sin necesidad de palabra alguna que saldrían de aquel apuro, aquel al que cualquier despedida le sabía a ceniza en la boca. Siseó repentinamente, sintiendo una terrible punzada de dolor en la sien que le acababa de dejar en sordera completa. Era un pitido tedioso y pesado que oprimía sus tímpanos, llevándose ambas manos a la cabeza, en pos de sostenerla por temor a, si dejaba de hacerlo, que esta misma saliese corriendo de allí. ¿Por qué le mandó callar? ¿Por qué joder? ¿Por qué no le dejó acabar lo que empezó? 

​

​

— Una noche, tras volver de largas lunas de caza, abracé a mi hija y ella me pidió que me contara un cuento antes de dormir. Era un cuento sobre un lobo y una oveja. [...] Y entonces me di cuenta. La oveja engañada por el lobo era mi mujer, y yo era el devorador al que tanto teme. Mi familia me tiene miedo, Vol'jin. Por eso acepté que mi mujer se fuera con Lord Vanyst, a quien serví fielmente como lo hizo mi padre antes que yo, y mi abuelo antes que él. Lo perdí todo. Ahora que todos me creen muerto, tiene la libertad al fin de hacerlo como hacía siempre cuando me marchaba de expedición. No tenía nada. 

​

La áspera mirada del trol pareció tornarse amable, cálida. Incluso hospitalaria para que el corazón maltrecho de Tyrathan sintiese unos brazos junto a su cintura apretándole fuerte contra él.

​

—Desde ahora, tú ere' mi familia...

​

​

​

—Allá donde tu vayas... —musitó el humano, con una húmeda sonrisa en su faz.— ... yo iré. Pasaré el resto de mis días contigo. 

​

— Está pasando otra vez. —Se alarmó la cazadora, escuchando piar nerviosa a su nívea rapaz. — Voy a intervenir. 

​

— No. Déjale estar. 

​

— ¡Pero... ! 

​

Aquellos callosos dedos se adentraban en su plateada cabellera, aferrándose a lo poco que aún sus sentidos se permitían la osadía de notar al tacto. El dolor agudizaba, y toda su visión se nublaba. Las imágenes se agolpaban salvajemente unas tras otras, impidiéndole pensar con claridad alguna. Y no hay nada más doloroso que un recuerdo feliz. La imagen de su espalda al estirarse frente a la hoguera, tras un largo día de trabajo en el monasterio. Sus manos acariciando sus mejillas en pos de calentarlas en las frías nevadas de Pandaria. Las cosquillas de sus afilados colmillos acariciando su barba cuando ambas bocas se encontraron por primera vez, sentados frente al fuego. Siente que los tímpanos le van a reventar ante el sonido castigador que rezuman de unos ahogados gemidos entre sábanas de miel, donde su garganta se desgarraba en mitad de la noche, donde dos fuertes manos de tres dedos aferraban su frágil cuerpo por temor a romperlo. Tumbados en aquella alfombra de pieles, junto a aquella chimenea. Siempre me viste tan frágil. La voz de Vol'jin golpetea en su cabeza, con diferentes escenarios. Acuchillando su alma para intentar matar a algo que ya no se reconocía así mismo como vivo. Si sólo hubiera estado allí. Si hubiera podido ir. Aún guarda aquella flecha que le juró usaría contra el enemigo del líder de los Lanza Negra... no. Del Jefe de guerra de la Horda. Todavía espera su día decisivo, en su carcaj, la cual iba a ser para Garrosh... pero que ahora utilizará para asesinar a cada miembro de la Legión. Aquella que le arrebató a su familia. Aquella que cumpliría con el pacto dictado por Bwonsamdi, el que le permitió volver a la vida por culpa de ese testarudo, que siempre jugó con ventaja. Siempre pensó que Vol'jin viviría mucho más que él, y ahora... 

​

​

​

​

​

— ¡Khort! 

​

​

La voz de Emmanel retumba lejana, ajena, como si estuviese clamando por él en la infinidad de los siglos. Si no llega a ser por ella, posiblemente, el inconsciente cuerpo del cazador se hubiese precipitado estrepitosamente contra las llamas de la hoguera, aquella amante que siempre consigue hipnotizarle. Como aquel día donde las llamas consumieron el cuerpo inerte de Vol'jin. La kal'dorei recostó su cuerpo contra las llenas de rocío briznas de hierba, intentando preocupada hacer que el humano volviese a su ser. Suspiró aún nerviosa, descubriendo para su alivio que, en realidad, Tyrathan había desfallecido a causa del cansancio. Unas prominentes ojeras hacían gala bajo las esferas ahora cerradas de sus ojos. ¿Cuánto llevaría sin dormir? ¿Serían esas feas pesadillas que le desvelaban en mitad de la noche, mientras el resto de cazadores de la Senda Oculta dormitaban? ¿Sería su sed de venganza, su necesidad de aniquilar a la Legión? ¿O sería que su alma estaba demasiado perdida como para si quiera cuidarse un mínimo a sí mismo? 

​

— Gracias, Haluron. 

​

Susurró la elfa cuando apareció tras ella el Gran Forestal, cubriendo el cuerpo del dormido con una gruesa manta. Sirius movió una de sus peludas orejas al sonido de su voz, alzando vagamente la mirada para volver a dormitar en la comodidad del calor de la hoguera. Creyó oportuno dejarle dormir en paz. A saber cuánto llevaba sin hacerlo. Sólo esperaba que esta vez pudiese hacerlo del tirón. Rezaría a Elune para que los fantasmas dejasen de perseguir a tan pobre diablo. 

​

Sin saber que, aún en su mente, en lo más profundo de sus sueños, las llamas de aquel funeral no se habían apagado. 

​

​

​

bottom of page